Este cuadro, pintado durante una breve estancia de García Ramos en Granada en 1883, y mencionado durante muchos años como en paradero desconocido, es quizá una de las escenas costumbristas de ambientación andaluza más famosas de todas las pintadas por este artista a lo largo de su fecundísima carrera, además de ser pieza extraordinariamente representativa de su mejor arte en este género.
El lienzo ha sido recogido en alguna ocasión con el título de Pelando la pava, expresión castiza andaluza que alude al recatado cortejo de las parejas durante su noviazgo, prolongado en interminables conversaciones de largos paseos o, como en este caso, a ambos lados de la reja de la casa de la novia, muralla infranqueable para cualquier intento de escarceo de los amantes, casi siempre vigilados estrechamente por amigos o parientes.
El tema fue tratado por García Ramos en otras ocasiones, aunque lejos de la audacia compositiva con que el artista plantea en esta ocasión la escena. Así, a la sombra de un fuerte sol de atardecer, un mozo serrano, ataviado con sus mejores galas, y con su caballo ricamente enjaezado, escucha ensimismado a su enamorada, acodado en los hierros de su reja. La pareja es sorprendida por un alegre grupo de mujeres que les miran con sonrisa burlona. Una de ellas se quita la sombrilla para poder contemplar mejor a los novios, haciéndose sombra con su abanico, mientras otra se adereza las flores que adornan su pelo y una tercera canta haciendo sonar su pandereta. Al fondo, entre las copas de los árboles, asoma el caserío sobre una colina, identificado con el conocido barrio del Albaicín de Granada.
El cuadro muestra la especial habilidad de García Ramos en la distribución espacial de la composición, situando los distintos puntos de atención de la escena en tres planos diferentes muy marcados, que sugieren la profundidad de la calle, proyectando hacia el primer término la figura del caballo, en atrevido escorzo. Por su parte, el grupo de las tres muchachas está resuelto con una factura extremadamente delicada y primorosa, de colorido encendido y brillante, consiguiendo efectos tan bellos como el rostro en penumbra de la que se protege del sol con el abanico, los brillos del raso de la sombrilla o los lunares del vestido de la mujer que toca el pandero. Finalmente, el desarrollo del caserío y el celaje demuestran las dotes de García Ramos para los paisajes urbanos, que pintó en numerosas ocasiones, aunque casi siempre poblados de figuras. Por lo demás, el sentido decorativo y anecdótico de la escena, insistiendo en un folclorismo típico muy apreciado por la clientela de su tiempo, no oculta sin embargo la maestría técnica del pintor, de dibujo preciso y certero, que describe con un particular realismo, virtuosista y minucioso, hasta los más pequeños detalles de los diferentes elementos que integran la composición, espléndidamente ambientados en una atmósfera al aire libre, captada a partir de apuntes tomados del natural, y perfectamente creíble.
Testimonio del proceso de elaboración con que García Ramos trabajó esta pintura, son los dos dibujos preparatorios que conserva de su mano el Museo del Prado. Así, el primero de ellos es un rapidísimo apunte a pluma, de trazo borroso y enmarañado que encaja las figuras principales de la composición, aunque apenas sugiere el paisaje del fondo. En otro apunte, el artista estudia aisladamente el grupo de las tres mujeres, que aparecen sin embargo en diferente disposición, bailando y tocando todas ellas el pandero.
Un grabado del cuadro fue reproducido el 8 de marzo de 1886 en La Ilustración Artística.
Fuente: Museo Carmen Thyssen de Málaga